En mayo, Christine Lagarde, directora gerente del FMI, declaró frente a una audiencia en San Petersburgo que “vivimos en tiempos de mayor ansiedad” como consecuencia de la última crisis financiera mundial, el reparto injusto de los beneficios de la globalización, el severo desplazamiento de trabajadores provocado por la automatización y la inteligencia artificial y la concentración de un inmenso poder en manos de empresas gigantes. Las soluciones que propuso fueron reconstruir la confianza en las instituciones y revitalizar la ética del multilateralismo.
Lagarde tiene razón en todos los aspectos, pero el punto de partida es reconstruir la confianza en su propia institución y reconocer las contribuciones que ha hecho a los problemas identificados. El Fondo afirma haber cambiado drásticamente desde que sus críticos exigieron a mediados de la década de 1980 que buscara “un ajuste con rostro humano”. En una serie de recientes discursos, Lagarde ha pedido que se llame la atención sobre políticas más progresistas en temas que van desde la desigualdad y la corrupción a la igualdad de género.
Pero la pregunta clave sigue siendo: ¿lo hace el FMI tan bien como lo explica?
El Fondo debe ir más allá de ver el compromiso con la sociedad civil como un ejercicio de relaciones públicas, reconociendo que el género y otras formas de diversidad deben aplicarse tanto a su propio personal como a sus clientes, y debe adoptar un marco ético que valore la protección del pobre en lugar de tratar la protección social como una ocurrencia tardía ocasional. Philip Alston
En mi papel de relator especial del Consejo de Derechos Humanos de la ONU, publiqué recientemente un estudio de las políticas del FMI, mirando especialmente lo que ha hecho para garantizar la protección social para los más vulnerables en los países en los que trabaja. En su defensa, el Fondo me dio pleno acceso a su personal y administración, a diferencia del Banco Mundial, que a pesar de ser un actor clave en la elaboración de políticas de protección social en muchos países en desarrollo, se negó a hablar conmigo durante mi investigación debido a que en un informe de 2015 yo los había etiquetado como una ‘zona libre de derechos humanos’ (véase el Observador de Invierno de 2016).
Las conclusiones del informe demuestran que la posición del FMI en materia de protección social es en la práctica muy importante. En primer lugar, es el actor más influyente en relación con la política fiscal y en la determinación de si se crea espacio fiscal para la protección social. En segundo lugar, la mayoría de los países de bajos ingresos del mundo – en los que menos de una persona de cada cinco tiene alguna forma de protección social – integran los programas del FMI, o lo harán en el futuro cercano. Finalmente, muchos observadores aceptan hoy que existen fuertes vínculos entre el populismo, la desilusión con el gobierno y la exacerbación de la inseguridad económica causada por el tipo de políticas neoliberales, de las que el Fondo ha sido sinónimo durante mucho tiempo.
La buena noticia es que el Fondo ha cambiado muchas de sus posiciones, algunas de manera bastante radical. Ahora reconocen que una desigualdad significativa puede socavar el crecimiento, que las políticas de austeridad pueden tener consecuencias muy negativas y que los asuntos que rechazaron antes, como la igualdad de género, la gobernanza, el cambio climático y la protección social, pueden ser “macrocríticos” y por lo tanto se justifica tenerlos en cuenta en la política macroeconómica (véase el Observador de Verano de 2017).
Sin embargo, la realidad es que el compromiso del Fondo con la protección social sigue siendo profundamente ambivalente. Incluye objetivos indicativos para “pisos de gasto social” en muchos acuerdos de préstamos, pero estos siguen siendo mayormente cosméticos. En la práctica, el Fondo hace muy poco para garantizar que los miembros más vulnerables de la sociedad estén protegidos de los efectos potencialmente devastadores de la consolidación fiscal repentina que prescribe con regularidad. Sorprendentemente, dada la admirable predilección del Fondo por las políticas basadas en evidencia, no evalúa ni el impacto de sus propias intervenciones en el bienestar de los grupos vulnerables, ni si la protección social ha aumentado o disminuido como resultado de sus programas. Es cierto que tales evaluaciones son complejas, pero también lo son los cálculos en los que basa muchas de sus otras políticas.
En general, muchos funcionarios del FMI siguen considerando la protección social como una medida temporal y provisioria en lugar de como un conjunto de políticas a largo plazo que pueden estimular el crecimiento, proporcionar una mejor fuerza laboral, evitar el desgaste de los servicios de emergencia, mejorar la seguridad económica y socavar las demandas populistas. Fetichizan la limitada focalización de los beneficios, a pesar de la evidencia convincente de que las pruebas de aproximación de medios utilizadas son muy defectuosas, lo que resulta en grandes pérdidas para los ricos y la exclusión generalizada de los verdaderamente necesitados (véase el Observador de Primavera de 2018). Además, la focalización excesiva implica que los programas de protección social tienen menos beneficiarios, lo que elimina el apoyo político para tales programas.
Actualmente, el FMI está reevaluando sus programas de protección social, pero es poco probable que sus verdaderas prioridades cambien a menos que exista un compromiso político serio desde la dirección para hacer de la protección social una parte integral de sus políticas fiscales (véase el Observador de Invierno de 2017). El Fondo debe ir más allá de ver el compromiso con la sociedad civil como un ejercicio de relaciones públicas, reconociendo que el género y otras formas de diversidad deben aplicarse tanto a su propio personal como a sus clientes, y debe adoptar un marco ético que valore la protección del pobre en lugar de tratar la protección social como una ocurrencia tardía ocasional. En el pasado, el FMI ha sido una organización con un cerebro grande, un ego insano y una conciencia pequeña. Si Christine Lagarde realmente quiere restaurar la fe en las instituciones y el multilateralismo, y quiere socavar el atractivo de las fuerzas populistas, este es el lugar para comenzar.
por Philip Alston, relator especial del Consejo de Derechos Humanos de la ONU sobre pobreza extrema y derechos humanos