Derechos

Análisis

Cómo el apoyo del Banco Mundial y el FMI a la financierización amezana los derechos humanos

19 abril 2022 | Documento de resumen

London, UK. 3 July 2021. NHS workers protest over pay justice, patient safety and an end to privatisation, during the 73rd anniversary of the Health Service. Credit: John Gomez/ Shutterstock

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El capitalismo global ha cambiado sustancialmente en las últimas cuatro décadas. Los cambios tecnológicos y un contexto geopolítico cambiante han abierto la puerta a nuevas formas de organizar la producción a nivel mundial, modificando al mismo tiempo la naturaleza del trabajo. El mundo se ha transformado en un mercado único, subordinado a las reglas del capitalismo.

Una característica destacada de esta nueva etapa es el proceso de financierización, que alude a la creciente relevancia e impacto de los actores financieros y su lógica en el conjunto de la economía. A pesar de sus manifestaciones muy variadas y específicas de cada país, el proceso tiene algunas características comunes de relevancia para una discusión general. El sector financiero ha aumentado su peso en el Producto Interior Bruto nacional y en los mercados de trabajo de muchos países, pero los cambios no acaban ahí. Estamos ante un proceso que permea a toda la sociedad, desde la salud, la educación y la vivienda hasta la producción de alimentos y las respuestas a la crisis climática. Por lo tanto, puede reconocerse en diversas dimensiones. Crucialmente, esta afecta negativamente la capacidad de los estados para cumplir con sus obligaciones legales internacionales de Derechos Humanos (DH). Como señaló el profesor Costas Lapavitsas de la Escuela de Estudios Orientales y Africanos, el Banco Mundial y el FMI desempeñaron un papel fundamental en la financierización de las economías del Sur Global ya que, guiados y obligados por el Banco Mundial y el FMI, “los países en desarrollo [fueron llevados] a modificar el equilibrio de las finanzas internas para pasar de instituciones bancarias, relacionales y controladas por el gobierno a instituciones privadas y mecanismos basados en el mercado”. El papel de ambas instituciones en el fomento de la financierización sigue siendo evidente hoy en día en sectores que van desde la vivienda y la planificación urbana hasta la agricultura y la financiación climática (véase el Observador de Primavera de 2020). También se ve en la forma en que las políticas y programas del Banco Mundial y el FMI hacen que el Estado y los individuos dependan cada vez más del mercado para cumplir con sus obligaciones. Las políticas del FMI, como las demandas de austeridad y la renuncia a reconocer los controles de capital, y en particular el control de las salidas de capital, como una importante herramienta de política macroeconómica (ver Observador de Primavera 2022) funcionan en conjunto con el enfoque Maximización de las Finanzas para el Desarrollo del Banco Mundial, que funciona en conjunto con las ‘reformas favorables a las empresas’ incorporadas en su Informe Doing Business (ver Observador de Invierno 2021). Estos crean las condiciones idóneas para que la financierización puede expandirse o echar raíces, a medida que la prestación de servicios esenciales con fines de lucro se crea y se negocia en los mercados financieros.

Estamos ante un proceso que permea a toda la sociedad, desde la salud, la educación y la vivienda hasta la producción de alimentos y las respuestas a la crisis climática.Francisco Cantamutto, Universidad Nacional del Sur (Argentina)

El proceso de financierización apoyado por el FMI y el Banco Mundial ha tenido un impacto negativo significativo en la gobernabilidad democrática, ya que altera fundamentalmente las relaciones entre el estado y sus ciudadanos. La autonomía del Estado está restringida ya que prioriza el acceso a los mercados de capital sobre las necesidades de su población. La renuncia de los estados a buscar el apoyo de la Iniciativa de Suspensión del Servicio de la Deuda del G20 a pesar del impacto histórico en la salud, la sociedad y la economía de la pandemia de Covid-19 por temor a una rebaja por parte de las agencias de calificación y la pérdida de acceso a los mercados de capitales deja clara la dinámica.

La financierización socava el crecimiento y la productividad

Las empresas adquieren grandes cantidades de deuda para aprovechar sus inversiones sin arriesgar su propio capital y utilizan tanto los bancos como los mercados de capital para este propósito. Los acreedores exigen pagos del servicio de la deuda, lo que erosiona los rendimientos disponibles para la inversión. Dado que los grandes fondos de inversión también son accionistas de las empresas, las obligan a buscar ganancias a corto plazo, en su interés. Esta misma subversión de resultados proviene de la lógica cortoplacista de distribuir utilidades y vincular los ingresos de los administradores y gerentes a estos objetivos. En general, los beneficios corporativos se diluyen en el pago de intereses, la remuneración de la administración y el reparto de las participaciones, lo que erosiona su asociación y apoyo a la inversión productiva. Estas tendencias tienen efectos distributivos muy concretos, ya que favorecen el capital y las rentas a expensas del trabajo y, por lo tanto, aumentan la desigualdad de ingresos.

Además, con el fin de maximizar la gestión del riesgo y la rentabilidad, un número cada vez mayor de empresas obtiene parte de sus beneficios de activos financieros (como bonos y acciones) en lugar de invertir en el negocio mismo. Incluso pueden adquirir participaciones en otras empresas o bienes inmuebles con fines puramente especulativos, y revenderlos cuando el valor del activo se haya apreciado. De esta forma, los beneficios disponibles se desvinculan de la inversión productiva, lo que repercute en la productividad y el crecimiento económico a medio plazo. Las economías pierden dinamismo porque las empresas no destinan todas sus ganancias a aumentar la productividad. Así, la financierización de las empresas no solo impulsa la desigualdad, sino que también socava el crecimiento económico. También vuelve inútil la distinción entre capital productivo y capital financiero, ya que ambos se fusionan en prácticas similares.

Este tipo de práctica puede tener lugar dentro de grandes conglomerados, que se dividen en unidades ubicadas en diferentes territorios para aprovechar la competencia fiscal internacional. Los resultados de esta práctica no han sido buenos y más bien han contribuido a aumentar la desigualdad. Los paraísos fiscales son una forma extrema de esta práctica, a la que además se suman los servicios de secreto financiero. Esto incluso permite que las empresas ficticias ad hoc actúen como prestamistas de sus propias empresas centrales, lo que permite que la empresa principal obtenga beneficios como pago de la deuda a una empresa que en realidad está controlada por ella, evitando así impuestos y distribuyendo beneficios. Los paraísos fiscales son una gran fuente de fuga de recursos a nivel mundial.

La financieriación lleva a la desigualdad

Este comportamiento de las grandes corporaciones exige mayores utilidades en plazos cada vez más cortos, que se utilizan para distribuir o invertir en activos no relacionados. Mientras tanto, se ponen en peligro los esfuerzos de los estados y la sociedad por beneficiarse de esas ganancias. Como resultado de las tendencias antes mencionadas, los hogares que viven de su capacidad para trabajar ven deteriorada su participación en los ingresos. Los salarios van a la zaga de los ingresos y beneficios de las empresas, mientras que las economías menos dinámicas no generan suficientes puestos de trabajo. El último Informe sobre la Desigualdad en el Mundo destacó que la distribución del ingreso actual se asemeja a la de hace un siglo. La participación del ingreso global captada por la mitad más pobre de la población mundial hoy es aproximadamente el 50 por ciento de lo que era en 1820. Mientras que el 10 por ciento más rico de la población mundial recibe el 52 por ciento del ingreso global y atesora el 76 por ciento de la renta global, la mitad más pobre gana sólo el 8,5 por ciento y posee el 2 por ciento, respectivamente.

Esta desigualdad de ingresos y riquezas pone en riesgo el acceso a bienes y servicios básicos. Una declaración conjunta del 19 de octubre de 2021 de 13 expertos en derechos humanos de la ONU destaca cómo la mercantilización de derechos humanos fundamentales como la salud, la vivienda y la educación afianza aún más la pobreza. En ausencia de bienes y servicios públicos proporcionados anteriormente por el estado, los hogares, cuyos ingresos relativos se han deteriorado, deben pagar los reemplazos privatizados de su propio bolsillo. Las mujeres son las principales afectadas por el deterioro de la prestación de servicios sociales, ya que asumen tareas de cuidado sin una remuneración acorde.

Para hacer frente a mayores gastos y escasos ingresos, muchos hogares están recurriendo a la deuda. La deuda de los hogares alcanzó los 55 billones de dólares en 2021, frente a los 15 billones de dólares de 1997. Durante este periodo, las instituciones financieras internacionales (IFI) han estado promoviendo enérgicamente la idea de la inclusión financiera como una forma de apoyar a los más vulnerables supuestamente brindándoles oportunidades para invertir en los mismos y aprovechar su ‘capital humano’ (ver Observador de Otoño 2018). En cambio, la profundización del alcance financiero a los pobres, por ejemplo, el microcrédito, ha resultado principalmente en una mayor apropiación de sus (bajos) ingresos (ver Observador de Invierno 2017-18).

Esta dinámica se aceleró durante la pandemia de Covid-19. El crecimiento de la deuda implica un aumento de los compromisos de pago de la deuda, lo que restringe unos ingresos ya de por sí muy bajos, reforzando la precariedad de las finanzas de los hogares. El hecho de que los estados no garanticen los derechos humanos básicos obliga aún más a los hogares a endeudarse, cuyos pagos amenazan esos mismos derechos por segunda vez. La gente se mueve entre trabajos precarios y mal pagados, pero la deuda sigue siendo una constante. La necesidad real o potencial de acceder al crédito (es decir, al endeudamiento) requiere que los individuos se autogestionen para cumplir con las prioridades de los acreedores, una forma contemporánea de autodisciplina que obliga a poblaciones cada vez más financierizadas a aceptar trabajos injustos y evitar participar en acciones colectivas contenciosas, como huelgas y demandas de salarios más altos.

Estados financierizados no son capaces de cumplir con sus obligaciones de derechos humanos

Los estados también se ven afectados negativamente por la financierización, pero no han sido víctimas pasivas. Las reformas estructurales y la veneración de la austeridad fiscal han sido alentadas y, durante las últimas cuatro décadas, exigidas en muchos casos por las IFI como el Banco Mundial y el FMI. Dicho esto, la implementación de estas reformas ha requerido el acuerdo del gobierno.

A medida que las empresas invierten menos y la economía pierde dinamismo, los estados recaudan menos impuestos, dejando menos recursos fiscales disponibles para sus políticas públicas. Para fomentar la inversión extranjera directa, muchos estados se han involucrado en una carrera a la baja en impuestos, perdiendo aún más espacio fiscal. Los países ricos del Norte Global (como EE. UU., el Reino Unido y Luxemburgo) han fomentado la creación de paraísos fiscales o se niegan a combatirlos, siendo así cómplices de la evasión y elusión fiscal. Una expresión de esto último es el papel de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos en la formulación de políticas fiscales globales, que recientemente ha sido cuestionado por los llamados de un grupo de jefes de estado de todo el mundo para el establecimiento de una convención fiscal y organismo tributario de la ONU. Con la pérdida estimada de $427 mil millones en ingresos a los paraísos fiscales cada año, toda la población mundial podría haber sido vacunada tres veces.

Por si esto fuera poco, las reformas fiscales impulsadas por el Banco Mundial y el FMI y otros organismos internacionales se han orientado a reducir los impuestos directos (sobre la riqueza o las ganancias) a favor de los impuestos indirectos (como el impuesto al valor agregado). El argumento central ha sido que estos impuestos son más fáciles de recaudar. Sin embargo, esto solo es cierto si se eluden los controles y la supervisión fiscales. Por ejemplo, los impuestos a las operaciones de comercio exterior, históricamente controlados por los estados, se han reducido drásticamente, para cumplir con los compromisos de liberalización del comercio de bienes establecidos por la Organización Mundial del Comercio. Al mismo tiempo, se promovió la eliminación de los órganos de control del comercio exterior.

Para compensar parte de esta caída en los ingresos, las Instituciones de Bretton Woods (BWI) promovieron los impuestos indirectos, que son regresivos (afectan más a los hogares más pobres) y procíclicos (los ingresos se vuelven más escasos cuando más se necesitan) (ver Informe, El FMI, Igualdad de Género e IVA). Este cambio en la recaudación de ingresos se combinó con la desregulación e intercambio financiero, lo que ha facilitado que las grandes empresas intensifiquen las operaciones de evasión descritas anteriormente. Como resultado, los estados han contribuido a aumentar la desigualdad a través del sistema tributario y la desregulación.

EL FMI y el Banco Mundial promueven la financierización

Con una recaudación de ingresos más débil y una mayor volatilidad en la economía, las IFI han alentado a los estados a endeudarse como forma de financiamiento. Si bien la deuda es un instrumento válido para la gestión pública, su crecimiento desmesurado ha promovido un mayor poder acreedor. Han ganado tal fuerza que incluso durante la peor crisis de salud en un siglo, la relacionada con la pandemia de Covid-19, los acreedores privados no proporcionaron alivio de la deuda ni participaron en la Iniciativa de Suspensión del Servicio de la Deuda del G20 (ver el Observador de Invierno de 2020). En algunos casos, el poder del capital financiero es estructural y subrepticio, obligando a los estados a adoptar ciertas políticas y evitar otras por temor a la reacción que provocará en el estado de ánimo de los mercados. En otros casos, como ocurre con las IFI como el Banco Mundial y el FMI, las demandas son explícitas y toman la forma de condicionalidades. Muchos estados adaptan sus políticas a estas demandas, incluso si no contraen grandes cantidades de deuda, para conservar el acceso al mercado. El endeudamiento, por su parte, implica pagos que presionan las finanzas públicas.

De manera antidemocrática, muchos estados se han adaptado para cumplir con los requisitos de gobernanza diseñados por los intereses de los acreedores. De hecho, no es inusual que la presencia de ex funcionarios de firmas financieras haya crecido dentro de los ministerios y agencias públicas, trayendo consigo sus propias conexiones y contribuyendo al efecto de puerta giratoria donde los actores privados ingresan al estado e influyen en la formulación de políticas. Un ejemplo vívido de esto es el caso de Argentina durante el gobierno de Mauricio Macri (2015-2019), que se llenó de funcionarios provenientes de firmas – especialmente bancos – y asociaciones corporativas que facilitaron cambiar políticas fiscales y adquirir enormes cantidades de deuda en un período muy corto. Como los Estados son capturados por este sesgo, no priorizan las políticas públicas arraigadas en las obligaciones de derechos humanos. La gobernanza se reduce a crear un entorno favorable a los negocios, incluso si eso expone a las personas a mayores grados de incertidumbre y vulnerabilidad. La gobernanza se reduce a crear un entorno favorable a los negocios, incluso si eso expone a las personas a mayores grados de incertidumbre y vulnerabilidad.

Así, el cambio en los sistemas y enfoques recaudatorios se ha visto complementado con una reducción selectiva del gasto público. El énfasis sistemático del FMI está en la necesidad de austeridad fiscal, incluso durante la pandemia. Esto da como resultado la aceptación de un mecanismo y enfoque que limita la variedad de respuestas políticas disponibles para los estados y, por lo tanto, restringe la soberanía estatal, dejando a los estados y sus poblaciones dependientes de la voluntad de los mercados financieros. Por lo tanto, la austeridad ha sido un importante impulsor de una mayor desigualdad a raíz de la pandemia.

Las políticas de protección social alentadas por el FMI y el Banco Mundial se han opuesto a los enfoques universales en muchos casos y promovieron medidas de protección social específicas para reducir el gasto en aras de una eficiencia teórica que ha resultado difícil de alcanzar. Aunque ha habido algunos cambios en el discurso del FMI sobre la importancia de la protección social, sus recomendaciones políticas concretas no parecen seguir el mismo camino, quedando atrás del enfoque basado en derechos de otras organizaciones internacionales. La erosión de la protección social corre el riesgo de dejar fuera a los grupos vulnerables, lo que, según los expertos en derechos humanos, contraviene el derecho internacional de los derechos humanos.

La consolidación fiscal del FMI profundiza la financierización

Las medidas de austeridad también han afectado otras áreas clave del gasto en servicios sociales, como la salud, la educación y la vivienda. Los límites al gasto público, incluidos los congelamientos o reducciones de la masa salarial pública, o los topes de contratación en el sector público, son particularmente sensibles en áreas como la salud y la educación, que tienden a constituir una parte significativa del gasto público y son particularmente importantes para mujeres (ver Observador de Otoño 2021).

Además de reforzar la desigualdad, la tendencia a la austeridad está intrínsecamente ligada al proceso de financierización, ya que permite la creación de negocios rentables para satisfacer las demandas de los sectores de mayores ingresos a costa de los grupos más pobres y vulnerables de la sociedad. La austeridad respaldada por fondos crea una necesidad de inversión que los estados no pueden satisfacer. Ahí es donde el Banco Mundial actúa como fuente complementaria de recursos, apoyando el mismo marco macroeconómico que privilegia a los actores del sector privado. Los proyectos del Banco Mundial suelen estar diseñados para “atraer” a los inversores privados: dado que las IFI garantizan que se lleven a cabo reformas estructurales, las soluciones basadas en el mercado pueden crear oportunidades de inversión, de acuerdo con el enfoque Maximización de las Finanzas para el Desarrollo del Banco Mundial (ver Dispatch Springs 2021; Observador de Verano 2017). Pero esta privatización ha llevado a la mercantilización de los derechos humanos básicos. Esto ha permitido que las grandes empresas, bajo la lógica de la valorización especulativa, obtengan un control casi monopólico de sectores clave que se gestionan en interés del mercado y de los accionistas. Para la mayoría de la población, la mercantilización de servicios esenciales, como la salud y el agua, ha significado un aumento en el costo de vida, erosionando sus ya magros ingresos.

La respuesta impulsada por el FMI no ha sido garantizar los derechos humanos promoviendo el acceso universal a bienes y servicios básicos. Incluso en épocas de holgura fiscal – como la que producen los buenos precios internacionales – la recomendación para los países de la periferia de las estructuras económicas globales ha sido acumular reservas para protegerse de posibles salidas repentinas de capitales. Esto implica que los recursos disponibles no se utilizan para mejorar la vida de las personas, sino que se utilizan para protegerse de las posibles amenazas del capital financiero. La idea de poderosos bancos centrales independientes que defienden esta política es, de hecho, una prueba clara de su subordinación a los intereses financieros, frente a un control democrático de las políticas monetarias, ya que los bancos centrales independientes están diseñados precisamente para garantizar que las políticas no estén sujetas a la intervención (democrática) del gobierno (ver Observador de Verano 2021). Un ejemplo de esta reversión de prioridades fue el caso de algunos países – como Argentina – que utilizaron su parte de la asignación de Derechos Especiales de Giro 2021 para acumular reservas o pagar servicios de deuda, en lugar de utilizarlos para mejorar la vida de las personas (ver Dispatch Anuales 2021).

Esta acumulación preventiva es una marca particular de la financierización subordinada en los estados de la periferia. Desafortunadamente, las IFI han desalentado los controles de capital durante décadas, colocando a las economías periféricas en una posición débil para enfrentar las crisis externas, siendo la principal herramienta la venta de reservas; es decir, en tiempos de crisis, para garantizar los intereses de los acreedores (ver Observador de Primavera 2022, Invierno 2021). El FMI ha desempeñado un papel activo en la preservación de los intereses de los acreedores, como lo hizo, por ejemplo, durante el Acuerdo Stand By 2018-2019 firmado con Argentina (ver Observador de Otoño 2019), a través del cual el FMI proporcionó un desembolso de $44.500 millones sin medidas de control de capitales, apoyando así la fuga masiva de capitales de un país en circunstancias financieras y sociales desesperadas (ver Observador de Primavera 2022). Fue solo después de las salidas masivas de capital que el gobierno argentino decidió reintroducir los controles de capital y el FMI dejó de desembolsar el préstamo.

Desafortunadamente, no hay una tendencia a tratar de controlar el capital volátil. Por el contrario, los estados se ven obligados a fomentar la financierización, mediante la cual compiten por nuevas inversiones, incluso si estas requieren rendimientos más altos que no se reinvierten en casa. Además de gravar menos, perder soberanía y reducir su papel como productores, se ha alentado a los países a flexibilizar las leyes laborales para reducir los costos laborales. Estas reformas, apoyadas por el FMI y el Banco Mundial, han tendido a socavar el derecho humano al trabajo decente, con una remuneración justa.

A pesar de las consecuencias sociales y económicas perjudiciales de la financierización, el Banco Mundial y el FMI continúan facilitando, ampliando y fortaleciendo el proceso. El impulso de las IBW para la creación de un “entorno propicio para los negocios”, interpretado como el objetivo principal de los estados, deja las mejoras en la vida de las personas y el cumplimiento de las obligaciones internacionales de derechos humanos como rehenes de una expansión económica cada vez más propensa a las crisis. Pero el crecimiento del PIB no puede lograrse mediante la violación de los derechos básicos y la promesa de su reversión en el futuro. La exacerbación de las crisis globales como consecuencia de la pandemia de Covid-19 ha demostrado que es esencial alejarse de la creciente financierización de la economía y desarrollar modelos económicos alternativos basados en los derechos humanos.